Copérnico y la ciencia moderna

Siglo XVI. Frombork (actual Polonia). Otra vez tarde. Cuando ha entrado a continuar con su estudio, los últimos rayos del sol atravesaban la ventana para pintar de naranja la estancia de maderas nobles, pero algo desgastadas ya. Es a eso a lo que huele. Ahora es la difusa circunferencia del candil la que combate en las paredes con la oscuridad de la noche, que le ha vuelto a encontrar escudriñando uno de esos volúmenes repletos de datos que suele utilizar para discernir entre sus hipótesis. Entiende su trabajo como algo necesariamente apasionado, vertiginoso. Con la sensación constante de que no le va a dar tiempo a concluirlo… sobre todo si se enteran de la temática con la qué está enfrascado. Contraviniendo a la Santa Madre Iglesia, Nicolás trabaja en el “Commentariolus” buscando la certeza de que es la Tierra la que gira en torno al Sol. También considera que el movimiento aparente de las estrellas en el cielo nocturno se debe a la propia rotación de la Tierra más que a otra cosa. En el manuscrito que prepara, esos son sólo dos de los temas especialmente peliagudos. Cansado, Copérnico da por finalizada la jornada apoyado sobre los codos en el escritorio y con las manos sobre la cara frotando su ceño fruncido, rascando su lacio pelo blanco al bajar un poco la cabeza. Tras un breve suspiro se reclina hacia atrás en su asiento mientras cierra con su mano derecha el ‘Calendarium Romanum Magnum’ de Johannes Stoeffler. Suficiente por hoy, que no es noche de observación astronómica. 

Retrato del astrónomo Nicolás Copérnico

La vida y obra de Copérnico discurrió entre su Prusia natal -y final- y la Italia del Renacimiento. Casi nada. Ha llegado hasta nuestros días como el formidable astrónomo que fue, teorizando sobre el heliocentrismo que cambiaría el paradigma en la Europa que hizo las Américas. Cabalgando sobre gigantes lejanos, pero fiables y adelantados a su tiempo como Aristarco de Samos, que en la Alejandría del famoso faro y la apabullante biblioteca ya había hecho algunas aproximaciones a lo que siglos después se pondrían datos exactos. Pero Copérnico, como buen hombre salpicado de Renacimiento, aprovechó sus años más productivos especializándose en disciplinas de todo tipo. Además de astrónomo, fue matemático, físico, jurista, economista, diplomático, gobernador y clérigo.

Copérnico trabajó en su obra más importante durante décadas. Por el camino llegaron opiniones convencidas y detractores a ambos lados del espectro teológico. Recordemos que en ese momento Europa se enfrentaba a la fractura que la irrupción de Lutero y su protestantismo provocaron. Cuentan que, sabedor de los líos en los que podía meterse si se publicaba su obra, esperó casi hasta el final de sus días para hacerlo. Incluso dicen que los primeros ejemplares de “De revolutionibus” le fueron mostrados ya en el lecho de muerte. Cuando Rheticus consiguió convencer después de dos años a Copérnico para imprimir en Nuremberg el “De revolutionibus”, el propio impresor, Andreas Osiander, se tomó la molestia de sugerirles modificar lo que se llamaba “teoría” por “hipótesis” para que el libro no levantase ampollas entre religiosos y académicos. Lo cierto es que algo de razón no le faltaba, el siglo XVI no era un buen momento para decir que los dogmas milenarios debían aplastarse con la evidencia… que les pregunten a Giordano Bruno o a Galileo. Lo tremendo del caso era la disparidad. Del mismo modo que la explicación —por parte del secretario papal Widmannstetter— convenció al Papa Clemente VII, el protestante Lutero reaccionó públicamente fatal a la teoría en alguna ocasión, aunque el también protestante Rheticus resultó crucial para que Copérnico se decidiera a publicarlo. Si Copérnico leyó o no algo de aquellos primeros  ejemplares es un enigma, pero lo que sí es cierto es que Osiander terminó modificando el título e incluso insertó una nota Ad lectorem de hypothesibus huius operis (Al lector que concierne la hipótesis de este trabajo) donde decía que en la obra no se buscaba la verdad, sino una forma de calcular las posiciones de los planetas de manera más sencilla.

Al final, toda aquella amalgama de opiniones ante un hecho tan concreto como indiscutible —dicho esto con las gafas del siglo XXI puestas—, devino en la prohibición de la enseñanza del heliocentrismo en las universidades protestantes, pero también en las universidades católicas durante muchos muchos años, hasta pleno siglo XVIII. Salamanca, sin embargo, lo introdujo como método de cálculo astronómico en la segunda mitad del siglo XVI. Poco a poco fueron llegando los grandes nombres de la ciencia para ir cambiando el paradigma establecido, pero como veis, se tardaron siglos. La obra quedó en la lista de libros prohibidos y relegada a la utilización para cálculos de efemérides. 

Uno de los misterios que quedaron sin resolver sobre el astrónomo polaco fue su lugar de entierro. Pasaron siglos sin que se supiera qué había sido de su cuerpo una vez que expiró después de ver, al fin, su obra publicada. Pues bien, en el año 2005 aparecieron unos restos junto a una higuera en las cercanías de la torre desde la que Copérnico realizaba sus observaciones, junto a la catedral de Frombork (al norte de Polonia) donde había sido canónigo. El informe forense determinó que el individuo tenía el hueso de la nariz roto, y aunque no era concluyente, todo hacía suponer para el profesor Jerzy Gassowski que encontró los restos que pudieran ser suyos, toda vez que no existía en ningún sitio una evidencia… ¿o sí? Ese cráneo encontrado sirvió para realizar una simulación 3D que acercaba aún más la posibilidad, en base a los retratos de Copérnico existentes. Pero la prueba definitiva llegó gracias a la ciencia tres años después del descubrimiento. En la Universidad de Upsala (Suecia) unos investigadores sabían de la existencia de un ‘Calendarium Romanum Magnum’ de Johannes Stoeffler con el que el astrónomo había estado trabajando. Entre sus páginas habían hallado algunos cabellos blancos y el descubrimiento de los restos óseos hizo que alguno pensase en si podría analizarse el ADN de alguna de las piezas dentales y de uno de los cabellos para cruzar los datos… ¡Y bingo! Los análisis de ADN confirmaron que diente y pelo pertenecieron a la misma persona, o lo que es lo mismo, se había resuelto el misterio de dónde había sido enterrado.

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