
11 de octubre de 1968. Cabo Cañaveral, Florida (EEUU) Los últimos preparativos transcurren envueltos en esa especie de cámara lenta en la que ocurren las cosas importantes. Hasta hace poco todo han sido molestos pitidos o ruidos sordos que no saben de dónde vienen. Gente, teléfonos. Se van. El casco termina por aislarles de todo eso y, a la vez, les confirma que está correctamente sellado. Todo está listo. Han comenzado su camino a la cápsula. Los dos Walters y Donn se ubican en los asientos según lo estipulado y comienzan sus pruebas de conexión con el Control de Misión para confirmar que está todo “Ready for launch”. El comandante Schirra está mosqueado con los mandamases de Houston porque, según lo acordado, no deben despegar hoy. Si el viento supera los 33 km/h en las zonas altas de la atmósfera, hay que cancelar el lanzamiento por seguridad de los astronautas. Los sensores marcan 37 km/h a la hora del despegue. Para colmo, el trancazo que tiene también debiera haber retrasado el lanzamiento, y sin embargo ahí está, sentado mirando hacia el cielo que surcarán en breve. No hace más que pensar en «¿cómo cojones voy a sonarme los mocos en el espacio si no hay gravedad? Me veo con dolor de cabeza los 10 días de expedición», y seguramente se lo pegue a sus dos colegas. Cunningham revisa sus notas a la vez que algo le llama la atención desde su ventana. Una de esas aves que en unos minutos desaparecerán de varios cientos de metros a la redonda, abrumadas por el empuje del bestial Saturno IB despegando desde Cabo Cañaveral. El fuego, el temblor, la incertidumbre. Sus espaldas intentan mantener la sensación gravitacional a la que están acostumbradas, pero la aceleración las aprieta contra el asiento. Son los primeros en tripular una misión espacial. En pocos minutos entrarán en la órbita estipulada, a unos 250 km. de altitud sobre las cabezas del resto de humanos (la ISS orbita ahora mientras lees esto a unos 400 km.). Desde control les dicen que todo va según lo previsto, pero ellos responden que “OK» con la duda de si todo saltará por los aires. Son los primeros. De todas las misiones previas, la desafortunada Apolo 1 y otras no tripuladas, ellos son los que primero irán al espacio a trabajar. Así de bien va todo hasta que el chivato les dice que los 9.8 m/s2 de la Tierra ya no les condicionará sus movimientos. Otra vez la cámara lenta.
Entre el 11 y el 22 de octubre de 1968, la NASA envía al espacio a los astronautas Schirra, Eisele y Cunningham. Se busca seguir avanzando en los distintos pasos del programa espacial norteamericano, protocolando actuaciones y confirmando toda una serie de eventos que hasta ahora no han sucedido nada más que en lápiz y papel. Cálculos, muchos cálculos. Durante lo que dura la misión, la tripulación del Apolo 7 tiene claro cuál es su cometido… aunque no siempre coinciden con sus colegas del Control de Misión. Entre mofas al sobrevolar las islas Canarias para ubicarse visualmente, la conversación se tornaría compleja días después. Su misión consiste en orbitar la Tierra —hasta 163 veces— para comprobar si funcionan los sistemas de comunicaciones, si funcionan el módulo lunar (LM) y el módulo de servicio (CSM), incluyendo una simulación de atraque en vuelo con la tercera etapa del Saturno IB, diferentes correcciones de trayectoria con el encendido del motor principal, y por primera vez todas esas maniobras son registradas en formato de vídeo —hoy ya nos es familiar el término streaming— para el gozo y disfrute de millones de personas aquí abajo. Como era previsible, a lo largo del viaje Schirra le pega el resfriado a Eisele y Cunningham. Los mocos en gravedad cero fluyen libremente por el circuito por el que solemos hacerlos salir aquí en la Tierra, sin que consigas nada más que un dolor de cabeza al intentar sonarte en el espacio… así que con el fin de la misión cada vez más cerca, los astronautas cada vez piensan más en la re-entrada en la atmósfera. Tienen presente la última bronca con Houston, porque están pensando en no ponerse los cascos… ¿cómo vas a destaponarte los oídos para evitar ese molesto dolor durante el descenso si tienes el casco puesto? Pues eso.
Los astronautas entienden los imprevistos como problemas que necesitan soluciones temporales prácticas, pero sobre todo rápidas. Y eso es exactamente lo que hacen para solventar el hecho de no llevar puesto el casco durante la maniobra de reentrada. La bronca, el expediente, o lo que quiera que venga a su llegada a los EEUU les importa bien poco en ese momento. Lo que sí les preocupa es cómo mitigar los interminables minutos de brusquedad de movimientos cuando la cápsula se convierta en una gigante bola de fuego. La decisión que toman es coger cinta americana y unos paquetes de comida que no han llegado a abrir y pegarlos en las orejetas de sus asientos. La imagen es poco glamourosa, pero qué duda cabe de que es válida. De esa guisa salen de la órbita para caer hacia el océano a 10 km/s, confiando ciegamente en que amerizarán en el Atlántico. La apertura de los paracaídas les da el penúltimo golpe (el último siempre es contra el agua), pero les confirma la calma. Otra vez la cámara lenta.

La historia de la humanidad está repleta de hitos. Unos son alcanzados a propósito y otros no tanto, aunque ambos tipos son igual de válidos. Del mismo modo, algunos de esos buscados terminan fatalmente, como sucedió con la anteriormente mencionada y malograda tripulación del Apolo 1. Estamos muy mal acostumbrados a pensar que los únicos que tres fulanos se subieron a un cohete y fueron a la Luna, y visto así resulta increíble, muy fácilmente asumible como una trola de las buenas. Es comprensible. Lo que debemos conseguir es contar las historias que ocurrieron en el resto de viajes espaciales, repletos de anécdotas como los mosqueos de la Apolo 7, el primer paseo espacial norteamericano de la Apolo 9, la mierda flotante del Apolo 10, el pánico de la Apolo 13, el experimento del martillo y la pluma de la Apolo 15 y un sinfín de ellas más, porque lejos de conocerse más misiones además de la Apolo 11 que llegó a la Luna la primera, la NASA estableció un plan de pruebas “domésticas” previas para los dos módulos que conformarían los vehículos que les llevaron no solo a Armstrong, Aldrin y Collins, sino a las otras cinco misiones que llegaron.
Schirra, Eisele y Cunningham contribuyeron a todo eso, quizá de una manera no muy ortodoxa, y a pesar de sus catarros y discusiones con Houston. Un viaje que les pasó factura después: ninguno de ellos volvería al espacio a bordo de las siguientes misiones Apolo. Pero contribuyeron a ello con su «guerra espacial», como denominó el jefe de los astronautas Deke Slayton.