Ex luna, scientia.

Florencia en el siglo XV
(Foto: Univ. Hebrea de Jerusalem y Biblioteca de la Univ. Judía Nacional)
 
Florencia. Siglo XV. Leonardo hace años que anotó en su mente darle el tiempo que merece a uno de los enigmas que lleva siglos rondando las cabezas de aquellos interesados en lo que no entienden, los que dudan, los que se preguntan. Él era la personificación de ese paradigma, con la diferencia de que él sí tenía capacidad para abarcar campos diversísimos con la primera norma que se impuso antes de cualquier gran pregunta: lo primero es observar. Así, en aquella tarde-noche de luna creciente, se dispuso a buscar un lugar alejado de la gran urbe florentina. Un lugar cuya soledad le permitiera dibujar mental y físicamente todos los escenarios posibles de cara a dar de una vez por todas con la respuesta coherente que explicase aquel enigma. Uno de tantos que le perturbaban. Salió de la tumultuosa Piazza della Signoria camino del Ponte Vecchio, donde después de cruzarlo giraría a la izquierda. Por ahí, bordeando el río Arno, mientras piensa en otras cosas, va llegando poco a poco al inicio de la subida a la basílica en honor al primer mártir de la ciudad de Florencia: San Miniato. Sus armas van con él: su brillante mente, su cuaderno y su carboncillo. Ha decidido subir hasta aquel apartado paraje, que será el punto de observación. Confía en que esa torcedura de tobillo hace un par de días no le moleste demasiado al subir. 
Códice Leicester, o Hammer, donde Leonardo plasmó sus anotaciones (Foto: taringa.net)
 
El ocaso del día ilumina de naranja el Arno, sus puentes, la cúpula de la catedral de la ciudad y el Palazzo della Signoria. A la izquierda, una fina parte de la luna brilla como si fuera una sonrisa. Sin embargo, como si se tratara de su inconfundible sfumato, Leonardo puede atisbar perfectamente la circunferencia completa del disco lunar. Esa es la pregunta que trae de cabeza a pasadas generaciones de astrónomos: ¿qué puede hacer brillar la parte de la Luna donde el Sol no está llegando? Dibuja, cada vez con menos luz, pensando en qué es lo que se le está escapando. Unos trazos más y retornará a casa. En el camino de vuelta no hace más que pensar. Su incurable obsesión por volar como los pájaros le da la solución. «Si pudiera volar tan alto que pudiera llegar a la Luna y mirar a la Tierra… ¿qué vería?». Efectivamente, una vez más, su capacidad de abstracción de lo cotidiano, de imaginar escenarios insólitos o adelantados a su tiempo, le había llevado ni más ni menos que a la Luna. Allí estaba, sentado, sobre un «sanminiato» cualquiera de su superficie, observando el planeta Tierra desde su satélite. [N. del a.: Debemos tener en cuenta que hasta unas décadas después Copérnico no establecería las bases de la astronomía moderna, con lo que, para Leonardo, el sol y la luna giran sobre la Tierra] Es entonces cuando cae en la cuenta: de la misma manera que la luna resplandece al ser iluminada por el sol, la Tierra también lo hace, y lo que acababa de ver entonces desde la colina de San Miniato era la luz del planeta reflejado en ella.

Así brillaba la Tierra desde el Apolo 13

 

Espacio exterior. Siglo XX. Quiso la planificación del programa espacial de la NASA que, unos 500 años después de que Leonardo confirmase que el resplandor de la luna en creciente es el brillo de la Tierra, tres hombre estuvieran de camino, precisamente, a la Luna. Después de que los Apolo 11 y 12 hicieran su trabajo, le tocaba el turno al Apolo 13. Hacía casi un año que Neil Armstrong y Buzz Aldrin habían pisado el regolito y algo menos de que hicieran lo propio Charles Conrad y Alan Bean. Era la 3ª misión tripulada con la idea de aterrizar en la Luna. El comandante James Lovell, junto con Jack Swigert (Odyssey) y Fred Haise (LM Aquarius) habían salido el día 11 de abril y tenían previsto llegar a la superficie aquel 15 de abril, hubiera coincidido con la fecha de nacimiento del uomo universale. En ello estaban cuando el día 13, la explosión de uno de los tanques de oxígeno del módulo Odyssey debido a un cortocircuito fue el desencadenante de una serie de procesos en los que ningún ser humano, a pesar de sí haber imaginado estar, nunca lo había esperado. Experiencia cero. «Houston, we´ve had a problem». Automáticamente, las palmas de las manos de los miembros de control de vuelo en la sala miraron al cielo mientras se miraban unos a otros encogiendo los hombros: «¿qué ha pasado?». El siguiente lugar al que van sus manos es al cuello, para aflojarse las corbatas. «Tenemos tres tíos ahí arriba camino de la Luna…». La primera decisión es inmediata: abortar el alunizaje… pero el problema ahora era qué h hacer para que los tres astronautas regresaran sanos y salvos a casa. Con el módulo de mando Odyssey fuera de combate, lo que hicieron fue usar el Aquarius como «remolcador», utilizando su propulsión en momentos clave. Primero, para redireccionar el rumbo (que habían perdido por culpa de la explosión) y segundo, para propulsar la nave y sumar ese empuje a la asistencia gravitatoria del satélite, ya que estaban obligados a circunvalar la Luna. Todo eran llamadas de teléfono, anotaciones, levantarse las gafas para mirar dos veces el dato antes de comunicarlo, como sea y a quien sea. Calor. Sudor. Sin remisión, la nave continuó en dirección a la Luna y el citado día 15 de abril tuvo lugar la máxima aproximación de aquellos tres hombres que querían pasar a la historia como «los terceros» en pisar la superficie, y acabando siendo «los terceros» -después de los Apolo 8  y 10- en dar una vuelta a la Luna sin haber parado.
Una de las pocas fotos que se tomaron de la superficie durante su sobrevuelo
(Foto: Wikipedia)
 
Con la tripulación ya rumbo a la Tierra, en la NASA no tenían nada claro cómo abordar la situación de reentrada y aterrizaje, así que decidieron utilizar el comodín de la llamada. Si había alguien capaz de encontrar una solución, ese era John Aaron. John se había ganado el respeto de todos sus colegas durante el famoso incidente del «Flight! Try SCE to aux» en el despegue del Apolo 12. Aquel día no trabajaba, pero finalmente su aportación fue clave para que la tripulación llegara en buenas condiciones, eso sí, con un buen susto en el cuerpo. Aaron modificó casi sobre la marcha los protocolos de actuación y ordenó a los astronautas lo que tenían que ir haciendo en cada momento. Casi antes de llegar a la atmósfera les pidió que soltaran el módulo de mando Odyssey y que re-encendieran los cuadros. Digamos que John Aaron aplicaba siempre la 1ª norma de Leonardo: primero observar… quién sabe si un par de días antes de recibir aquella llamada se había torcido un tobillo.
 
 

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