Es viernes, el día más esperado de la semana por la inmensa mayoría de la población del primer mundo, previo al descanso del fin de semana. En Florida hay tres personas para las que es el día más esperado de su vida. Hoy inician su marcha rumbo al Océano de las Tormentas (Oceanus Procellarum), el mar más gigantesco de la Luna en el que cabría holgadamente media Europa. Pete, Alan y Dick ultiman los preparativos previos al lanzamiento en el interior del módulo situado en la punta del Saturno V que les empujará como una bestia sobrenatural. Alan Bean está expectante por ver qué es capaz de grabar con el juguete nuevo que le dejan llevar a bordo: una cámara de televisión a color. Será la primera que llegue a la Luna porque los de la Apolo 11 no llegaron a tener esa suerte.
Paradójicamente, el cohete despega durante una tormenta. Todos en el Control de Misión de Houston se preguntan si Zeus será capaz de golpear a su hijo Apolo. El cohete comienza a vibrar. Los tres astronautas se hacen la señal del pulgar arriba con sus muñecas ya ancladas a los reposabrazos y con sus cabezas repasando atropelladamente cuáles son los pasos que vendrán cuando estén en el aire. Es como esos minutos antes de un examen en el que aunque te lo sabes tienes miedo de fallar. Por radio les confirman que todo está “OK for launch”. Despegamos.

Apenas medio minuto después de salir de la rampa, con la tercera ley de Newton como principal arma rumbo al espacio, la pregunta obtiene respuesta. La furia de Zeus alcanza la aeronave atravesándola y saliendo hacia la tierra desde la zona de escape del Saturno V. Esa sobrecarga aguda falsea unas señales que terminan con tres celdas de combustible cerradas. Lo cual hace que el módulo en el que van los astronautas active las baterías, con una exigencia tan anormal que deriva en un problema de suministro de energía. Durante los segundos que eso ocurre, a los 52 segundos del despegue, un segundo rayo deja KO el denominado “horizonte artificial” que sirve para saber cómo va la nave respecto del horizonte… y comienzan a encenderse luces en el panel de control. Todo lo contrario a lo que un astronauta querría ver en cualquier escenario que no sean los tests preliminares, que para eso se hacen. Alan Bean no acaba de entender qué es lo que está pasando, y el comandante Conrad no entiende por qué desde Houston no les dicen nada. Tienen diferentes perspectivas, diferentes datos.
En Houston la telemetría les parece algo rara pero, por lo que ven, el cohete sigue yendo según la trayectoria predefinida —porque los rayos no han dañado los instrumentos encargados de ello—. La confusa calma de la sala de control choca con la inquietante sorpresa de la cabina. El director de vuelo no se fía y comienza a valorar el aborto de la misión. Sin embargo, hay un joven físico reconvertido a ingeniero de sistemas entre los que están en Houston que ese día sentaría las bases de lo que terminó siendo dentro de la NASA. Es John. Un tipo brillante y decidido a partes iguales que desde hace unos meses ha sido ascendido a jefe de todo lo relacionado con la sección eléctrica e instrumentación del módulo de mando y servicio en las misiones Apolo. John se encuentra en un receso durante el despegue, pero al ver algo raro en la telemetría viaja mentalmente a las pruebas de hace un año en el EECOM. Aquello le sonaba de algo, pero no sabía exactamente de qué. Su capacidad de aprendizaje y curiosidad hicieron que en aquel test John buscase de dónde provenía el fallo hasta encontrarlo en los condicionantes de señal (SCE, en inglés). Gracias a ello se familiarizó con los errores que partían de ahí. La solución era sencilla: desactivar el modo automática SCE y activar el modo auxiliar.
John le dice al director de vuelo: “Prueba SCE a AUX”. La mayoría de los presentes no sabe de qué habla. El propio director le repregunta, y John le repite “Prueba SCE a AUX”. El director, Carr, lo transmite a la tripulación: “Apolo 12, Houston. Prueba SCE to AUX. Cambio”. Entre luces de advertencia encendidas en cabina, Conrad trata de interpretar las palabras que les llegan desde el control de misión… y un flashazo mental lleva a Alan Bean a la misma prueba a la que ha viajado Aaron hace unos instantes. Entre las virtudes de Alan está la buena memoria, y es gracias a ella que entiende a la perfección la orden transmitida. Desde su asiento puede ver frente a él la zona del panel a la que se refiere John.

Este post está redactado con motivo de la efemérides del fallecimiento del piloto del módulo lunar de aquella misión. Alan Bean era un astronauta diferente, dentro de lo diferentes que eran entre sí todos los miembros de las misiones Apolo. De la misma forma que era capaz de recordar el fallo de la telemetría en los sistemas eléctricos del cohete, tenía pensado gastar una broma a los científicos del mundo entero sacando una foto con temporizador de él y Conrad durante una de las actividades extravehiculares (EVA), pero no fue capaz de encontrar el botón hasta que ya era demasiado tarde para hacerlo… o apuntar con su flamante cámara a color a la Luna y dejarla inhabilitada al apuntar sin querer al sol.

Era un tipo con aptitudes distintas que quiso —y supo— explotar cuando volvió de aquella aventura y se retiró de la NASA en 1981. Desarrolló su faceta artística dejando toda una colección de cuadros con motivos espaciales de su viaje y los de otros, leyendo en primera persona lo que vio allí, y jugando a interpretarlo desde las licencias que le daba el punto de vista artístico, en lugar de la cuadrícula científica en la que la superficie lunar (que pisó como 4º ser humano) es gris. Él le dio color a la Luna, usando incluso en sus pinturas algo de regolito lunar, utilizando el martillo con el que clavaron la bandera allí o una de las botas que llevó en aquel viaje. La realidad de poder verlo con otros ojos. Los mismos que le hicieron mirar atrás, a sus orígenes, homenajeando a sus ancestros escoceses del clan MacBean, del que se tienen registros desde el siglo XIV. Alan reconocer haber llevado a la Luna un pedazo de tartán de su clan, que a la vuelta repartió entre los propios miembros y la capilla que hay en Escocia en honor a ellos, disipando las dudas de algunos que aseguraban que había dejado allí un pedazo. Ahí es nada.

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