12 de noviembre de 2014. El pulso se toma cada 28 minutos. Podría estar dando un paseo con los últimos rayos de sol del día, y sin embargo estoy en en mi habitación con el portátil y los cascos puestos, siendo consciente del momento histórico que está a punto de ocurrir. Esa media hora es el tiempo que la señal de radio tarda en recorrer los cientos de millones de kilómetros de distancia entre nosotros, humanos exploradores desde que somos humanos, y un artefacto que hemos conseguido enviar hasta allí. Su nombre es Rosetta, y al igual que la piedra que Champollion escudriñó hasta descifrar cómo se interpretaban los jeroglíficos que tenía tallados, ha escudriñado los rincones de nuestro sistema solar hasta encontrarse con 67P/Churyumov-Gerasimenko, un cometa con nombre de rifle de asalto soviético pero forma de patito de goma venido a más. Podrías pensar que «bah, es una misión más», pero sería injusto cuando sabes que todo se ha diseñado para que llegue a ese punto concreto del vasto universo en ese preciso momento. ¿No estaría mejor decir «¡qué grandes somos, joder!»? God bless mecánica orbital.

El cometa 67P/CG se descubrió en 1969. Desde entonces se sabe cual es su trayectoria, algo fundamental que ha permitido controlar su movimiento hasta el punto de podernos permitir haber lanzado una sonda espacial desde más de 400 millones de kms, alcanzarlo, ponerla a orbitar sobre él y soltar sobre su superficie en la zona deseada del cometa un robot capaz de tomar muestras y enviar los datos al orbitador para que éste los mande de vuelta a la Agencia Espacial Europea. Es más, en una de las órbitas primigenias para conseguir todo ello la Rosetta llegó a estar a unos 800 millones de kilómetros. Es fascinante.

Parece ciencia-ficción, pero fueron los equipos de ingenieros involucrados en la misión los encargados de convertirlo en una realidad ilusionante. Recuerdo aquel día del aterrizaje del módulo Philae sobre Agilkia. Las 7h de descenso del pequeño aterrizador desde que se desprendió del orbitador. Recuerdo el abrazo entre el maestro Andrea Accomazzo y el resto del equipo de control tras confirmar la primera señal. Una imagen icónica, como el pulso de un corazón humano latiendo en el monitor de la Mission Control Room de Darmstadt (Alemania). Fueron momentos únicos, irrepetibles. Y ahí estaba yo, mirando a la pantalla. Sintiéndome afortunado de vivir en el siglo XXI, de vivir una realidad en diferido. 28 minutos. En ese momento aún no se conocía el fallo de uno de los tres arpones de Philae para anclarse al suelo en la zona de aterrizaje. Ni que eso había provocado que rebotase hasta dos veces hasta llegar a su ubicación final, en una escondida zona de acantilados donde la luz solar no podía apenas acceder para recargar sus baterías. Eso hizo que solamente pudiera “trabajar” durante 57 horas antes de entrar en una suerte de hibernación de la que, por otro lado, despertó sin previo aviso medio año después. La comunidad científica y los aficionados al espacio no vimos venir eso… y lo cierto es que, como vino, se fue. Fueron 40 segundos nada más. Aunque lo que sí fue maravilloso de puro poético fue el día que llegó una imagen sacada por Rosetta durante sus maniobras para finalizar la misión estrellándose contra el cometa en la que se veía a Philae. Hablé de ese reencuentro en esta entrada.

¿Por qué Rosetta, Philae y Agilkia?
El nombre de la misión Rosetta y sus “protagonistas” están relacionados con el Antiguo Egipto y la fiebre arqueológica que comenzó con las campañas napoleónicas en Egipto, y que aún hoy perdura. En 1799 un soldado encontró lo que parecía una estela de considerables proporciones. La piedra de Rosetta, una mole que pesa más de 750kg (y que pesaría más si se conservara la parte jeroglífica superior) y que hoy en día puedes ver en el British Museum de Londres. Es la pieza que a principios del siglo XIX Jean-François Champollion estudió hasta la saciedad para ver qué patrones seguían los jeroglíficos en consonancia con las otras dos partes de la piedra: el demótico de su parte central y el griego antiguo del inferior de la estela.

El origen de los otros dos nombres está también estrechamente relacionado entre sí. Es probable que hayas oído hablar de la presa de Asuán en Egipto. Una infraestructura que hace unas décadas se consideró necesaria para mitigar el impredecible comportamiento del Nilo. El río inundaba las cosechas o generaba sequías y hambrunas en lo que antaño fue el fértil delta que los antiguos egipcios controlaban y disfrutaban a partes iguales. El daño colateral de esa megaconstrucción contemporánea era que quedarían anegados emplazamientos de tremendo valor arqueológico relacionados con la región de Nubia. Entre ellos, la presa sumergiría para siempre la pequeña isla Philae, incluyendo los jeroglíficos más modernos que conservamos, realizados durante los últimos coletazos de aquella civilización. Y con la isla todos sus templos, testigos de un pasado esplendoroso a orillas del Nilo.
Para entender la importancia de Philae en el contexto egipcio hay que decir que era la isla donde según la leyenda Isis se refugió de Seth… Seth asesinó a su hermano Osiris, rey de Egipto y marido de Isis, repartiendo sus pedazos por todo Egipto. Ella los recogió y los unió, devolviéndolos a la vida. Y buscó refugio en la isla ante una posible represalia de Seth. Allí, el templo de Isis se convirtió en uno de los de mayor culto. Pasados los siglos y con las consecuencias que tendría la construcción de la presa, a mediados de los años 60 del siglo XX un equipo de científicos propuso hacer lo imposible para que se salvara una parte de todo aquello. Philae quedaría sumergida, pero sus templos serían trasladados a la superficie. Con la UNESCO de por medio el proyecto salió adelante. El lugar donde serían reubicados piedra a piedra estaba a unos pocos kilómetros de su emplazamiento original. En otra isla, de nombre Agilkia. Y es por eso que ambos nombres, Philae y Agilkia, formaron parte de la misión Rosetta. La piedra de Rosetta dio también nombre al orbitador de la misión. Y su compañero de viaje, el pequeño aterrizador, fue bautizado como Philae. La zona de aterrizaje donde caería Philae se denominó Agilkia (después de que la ESA organizase un concurso público abierto a todos los ciudadanos —europeos— que desearan participar). Además, y en un acto al que cada vez más las agencias espaciales están recurriendo con los acrónimos que definen las misiones, la cámara integrada se llamaba OSIRIS, en honor del marido de la diosa Isis.
Para terminar, y cambiando radicalmente de tema, quiero terminar este texto con algo que me dejó perplejo en su momento: ¿sabéis lo que fue noticia en España después de aquel histórico momento en el que la gente de la ESA había conseguido aterrizar un módulo sobre la superficie de un cometa a 500 millones de kilómetros de la Tierra? Fue noticia si la ingeniera que se fundió en un abrazo con Accomazzo después de años de trabajo llevaba o no llevaba sujetador.

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