El inexorable paso del tiempo nos convierte en polvo de estrellas para devolvernos a ese estado primigenio que el desaparecido Carl Sagan comentó hace ya décadas. Ayer, 28 de abril, el mundo de aficionados al espacio nos enterábamos del fallecimiento del mítico astronauta Michael Collins a los 90 años. Corría el año 1930 cuando el pequeño Michael vino al mundo en Roma por circunstancias de la vida, ya que su padre era un militar destinado en la Bella Italia. En aquella década los aviones comenzaban a entrar poco a poco en la vida de las altas esferas de la sociedad, que viajaban como pasaje en condiciones harto rudimentarias como conté en este hilo de twitter. Apenas habían pasado unos años desde que los hermanos Wright escenificaran el salto tecnológico que supuso su despegue en la colina Kitty Hawk, y ya se realizaban viajes con cierta regularidad a lo largo y ancho del mundo.
El ser humano tenía el cielo cada vez más o menos dominado. Sin embargo, nadie en su sano juicio pensaba que pasado aproximadamente el mismo tiempo entre el primer vuelo de los Wright y los primeros aviones comerciales se estaría preparando el camino a las estrellas, dicho del modo más literal posible. Porque aunque a la Luna se llegó a finales de los años 60, el primero en ir al espacio fue Yuri Gagarin en abril de 1961 (y su impacto a nivel mundial fue un hecho sin precedentes).
La familia Collins terminaría regresando a los EEUU, donde anduvo de acá para allá. Según parece, por aquel entonces el bueno de Michael crecía con el anhelo de continuar la tradición familiar. Alistarse en el ejército y una vez dentro proseguir con sus estudios, a poder ser en alguna carrera de ciencias. Y así fue que se graduó en la famosa academia militar de West Point. Una cosa llevó a la otra y un ya experimentado piloto de pruebas Collins terminó alistado entre los aspirantes a astronauta de los diferentes proyectos en curso con el fin de poner un ser humano en la superficie lunar.
Durante años, su vida estuvo llena de vicisitudes que del mismo modo que le permitieron pasar a la historia, en ocasiones le privaron de ello. No solo participó en la mítica Apolo 11, en la que los tres tripulantes maquinaron la manera de asegurar el futuro económico de sus familias como conté aquí. Por ejemplo, participó activamente en el programa previo Gemini, estableciendo un récord de altitud como piloto y llevando a cabo dos actividades extravehiculares (EVAs) a bordo de la misión Gemini 10 (convirtiéndose en el 4º hombre en la historia en salir de la nave), pero una intervención quirúrgica por una hernia discal le apartó de ser uno de los tres primeros en ver la cara oculta de la Luna con la Apolo 8. Se desquitaría de eso un año después haciéndolo en solitario a bordo del módulo de mando Columbia. Casualmente fue aquella operación la que modificó las asignaciones de astronautas que le hicieron recalar con Armstrong y Aldrin en la Apolo 11. La NASA, eso sí, contó con él para que fuera quien hablase desde el control de misión en Houston con Borman, Lovell y Anders en aquel viaje que, en sus inicios, no estuvo pensado para circunvalar la Luna.
La misión Apolo 11 hizo que la prensa tratase a Collins como el “pobre hombre” que estuvo en la Luna pero no la pisó. Él, lejos de afirmar tal cosa jamás mostró rencor, envidia ni nada por el estilo. Sabía que la misión la conformaban tres personas y que el trabajo de una de ellas era hacer lo que él hizo. Siempre estuvo orgulloso de haber formado parte de aquella tripulación. Incluso llegó a decir en una entrevista que cómo no iba a estar encantado de ir y hacer aquello, si cualquiera de los que se habían quedado en tierra le hubieran rajado el cuello por ocupar su asiento. Era un tipo de persona que no encajaba con el estereotipo de astronauta práctico, viril, con el que la prensa les vendía a la sociedad estadounidense. Una persona humilde, culta, leída y aficionada a la poesía que cuando le encargaron diseñar el parche de la misión Apolo 11 lo hizo introduciendo el águila calva símbolo de los EEUU y obviando los nombres de los tres tripulantes para honrar así el trabajo de las miles de personas que había detrás de su aventura. Un gesto que demuestra la calidad humana de Michael Collins.

Incluso declinó la oportunidad que le posibilitaba ser comandante, y por tanto Moonwalker, con la misión Apolo 17 por retirarse de la NASA en 1970. Después de aquello, asumió diferentes cargos de mayor o menor relevancia, escribió una autobiografía entre algunos otros libros y concedió un sinfín de conferencias y entrevistas para explicar una y otra vez que no le importó no bajar al mar de la Tranquilidad, desde donde probablemente nos observe ahora con la conciencia tranquila, después de luchar hasta el fin de sus días contra el cáncer como el gladiador romano de nacimiento que era.
Descanse en paz, Michael Collins. Per aspera ad astra.
