La subjetividad es una característica preciosa del ser humano, subjetivamente hablando. La objetividad, por contra, no hace prisioneros. La opinión se saca de los bolsillos como se sacan los billetes para pagar lo que a cada uno nos gusta. Sin embargo, ¿qué relaciona las cosas?¿dónde nace la chispa? Es la vida, estimado lector. La vida nos va llevando.
Una de las cosas que echamos de menos a medida que cumplimos años es la infancia. Tanto que, muchas veces, lo único que recordamos de ella son olores. Sensaciones revividas cuando por casualidad nos reencontramos con ellos. Los cocidos de tu abuela, el chorizo que ella siempre tenía disponible para ti, la tortilla en el tren cuando ibas al pueblo a verla, la crema de maquillaje. Todos ellos te llevan a situaciones concretas, en lugares de antaño, con costumbres imperecederas.
No obstante, es la subjetividad la que dibuja la delgada línea que separa la nostalgia de la más absoluta indiferencia. O incluso la reprobación. El ejemplo más palpable en mi caso es el olor a mierda de vaca y mierda de gallina. Sí, un tanto escatologico, pero por eso lo cuento. Son dos olores que da igual dónde lleguen a mis fosas nasales. La lectura de sus datos son interpretados por mi cerebro como un torrente de recuerdos imborrables de todo lo vivido a lo ancho y largo de las eras del pueblo en el que pasé los meses de verano de mi infancia. Desde junio hasta septiembre. Me trasladan al corral en el que tanto tiempo pasé. La calle minada por deposiciones bovinas y las oleadas enviadas por el viento de Castilla del gallinero anexo a la pared lateral. Ambos aromas me recuerdan a lo que jugaba, corría, lloraba, arriesgaba o creaba cuando no tenía ni diez años y sólo estaba en casa para desayunar, comer, merendar, cenar y dormir… ¡Qué recuerdos!
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